domingo, 4 de noviembre de 2012

¿Qué hacemos con los domingos?

¿Qué hacemos ahora con los domingos?, ¿Dormir hasta muy tarde?, ¿Desayunar sin ganas?, ¿Hacer un poco de ejercicio, como los ricos otoñales, fuera de casa, con un traje Adidas completo, para regresar y leer levantando la ceja, la sección de finanzas y sociales en el periódico, mientras beben a sorbos un jugo de naranjas recién exprimidas en un sofisticado aparato comprado por televisión?
¿Qué haremos con el séptimo día, descansar porque somos imagen y semejanza de dios, porque somos empleados e imitamos las costumbres de nuestro patrón?
¿Qué hacemos con estos domingos azules y amarillos, pensar que deberíamos tener un perro para pasearlo y bañarlo?, ¿Llegar a interrumpir la intimidad de un hogar con una botella de ron envuelta en una bolsa de súpermercado pensando que nuestra visita será agradable?, ¿Ir a la misa que nunca hemos ido a rezar por mejores domingos venideros, porque la tarde no nos aniquile lentamente en soledad y en silencio?
¿Qué hacemos con éste día, recorrer una avenida en bicicleta?, ¿Sentarnos en un café a fumar y a observar a la gente que pasea con helados, con bolsas de almacenes, con pantalones cortos y lentes de sol, en familia o en pareja, de la mano o abrazados por la cintura, sonriendo a la cámara de 2.0 megapixeles de sus teléfonos celulares, sacando la lengua o haciendo biscos o parándose junto a las fuentes de agua mugrosa en las plazas públicas del centro histórico?
¿Qué hacemos nosotros, los que padecemos el domingo como una enfermedad, como un espacio siniestro al final de la semana en el que abruptamente nos quitan la rutina como un chupón de la boca?, ¿Qué hacer? ¿A dónde ir?, ¿Al cine? Pedir sólo un boleto en la taquilla, acto casi tan macabro como pedir solamente un zapato en una zapatería porque nos falta una pierna, porque nos falta esa compañía, esa adorable y breve discusión sobre el sabor de las palomitas de maíz. Entrar en la sala, sentir la alfombra bajo los pies y pensar que las salas son alfombradas para que no se escuchen los pasos de los que llegan tarde a la función, que ya de por sí son molestos cuando pasan frente a ti como cayéndose con su grandes vasos de refresco, más grandes aún por $11.50. Y tú estás ahí, sorbiendo tu miseria, ruñendo tus pensamientos, tratando de que no hagan ruido, para después salir aturdido, confuso entre realidad y ficción, pero comprobando que se ha hecho de noche, que le has ganado unas horas a este día y que es tiempo de volver a casa...