domingo, 26 de enero de 2014

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"...cuando al punto final de los finales, no le quedan dos puntos suspensivos." J. Sabina.

Casi siempre mi día termina en puntos suspensivos, por un lado pudiera pensar que es bueno porque, de acuerdo a las leyes de la gramática, esto le da continuidad con el día siguiente. Pero por otro lado, lo puedo relacionar con mi  incapacidad para poner un punto final a las cosas, así mi día antes de irme a dormir. Por lo tanto duermo encima de tres inquietantes puntos que no me permiten un descanso pleno, despertándome cansado, con sueño aún, pesado, el problema se agrava cuando los puntos no hacen ninguna conexión, y están ahí, siguiéndome a la regadera, a la cocina, a mi habitación, bajando la escalera, por la calle, en el trabajo, detrás de mí sin separarse ni un solo momento y siempre guardando esa alineación y esa distancia precisa entre ellos para no dejar de hacer de mi existencia un continuo suspenso, dejando alguna luz encendida en lo más oscuro de la noche, cobijándome con un pesado montón de dudas que terminan por dificultarme la respiración, hinchando mis ojos al amanecer y acabando poco a poco con mis palabras, imponiendo en mi rutina su desconcertante silencio.
Pero no dejo de pensar y no pierdo la esperanza de poder decir en un futuro: este fue un día y aquí termina, o mejor aún, rompiendo con esa incapacidad de la que hablaba, también poder decir: esta es otra de mis historias y aquí termina.

sábado, 4 de enero de 2014

El cajón de lo inclasificable.

He llenado mi cabeza de humo, de ideas recurrentes, de rostros fijos, de frases que se repiten una y otra vez, de imágenes congeladas… Le he hecho daño, le he robado vitalidad, la he convertido en la cabeza de un viejo, la he torturado desde que amanece hasta los últimos minutos del día, me ha dolido fuertemente, se ha cansado de albergar pensamientos estériles, ecos que rebotan entre sus paredes llenas de grietas, de temblores, de fiebres internas que se convierten en delirios, en trenes descarrilados, en catástrofe… Y después viene el silencio como pulsaciones debajo del agua, como la luz débil de una vela, como la espuma de una cerveza oscura o como el majestuoso silencio de las nubes completamente blancas. 
Y de nuevo humo, el humo grisáceo característico del tabaco, lo he sentido en mi cabeza, compacto, acumulado, impregnando su aroma hasta el amanecer, hasta la nausea, en la piel, en todo lo que escribo, en mi sonrisa.
Y la cabeza reclama, se desconcentra, pierde datos, fechas, olvida citas, se marea y algunas veces despierta y no recuerda lo que acaba de suceder hace unas horas.
He llenado de cosas mi cabeza, como el cajón de lo inclasificable, a donde van a parar monedas viejas, llaves que no recuerdan a su puerta, lapiceros secos de la tinta, recuerdos, pelusas, boletos que sobreviven a viajes o a cintas que ya no están en cartelera… Y que, al momento de hacer limpieza, no nos deshacemos de todo lo que ahí se encuentra aunque prácticamente nada sirva.