jueves, 8 de marzo de 2012

AA

Pasé por un local de Alcohólicos anónimos, la vista era peculiar, el lujo, la mayor ausencia, un foco de 60 watts iluminaba la pequeña sala donde se encontraban apenas dos hombres, sentados uno alejado del otro, se les notaba en el aspecto los estragos del alcoholismo, y en la mirada, las calamidades a las que seguramente se habían enfrentado y por las cuales habían decidido, influenciados por familiares o por voluntad propia, a estar ahí.
Había vasos de unicel formados en torres, cucharas de plástico y azucareras viejas dispuestas para el café barato que humeaba en una cafetera abollada y sucia, unas sillas que seguramente habían formado parte de diferentes comedores familiares, hacían pequeñas filas de cinco o seis lugares, el piso de mosaicos desgastados y cuarteados, las paredes verdes, de ese verde opaco que son los muros tristes, en los que habitan moscas y clavos que se confunden por igual ante una vista cansada.
Había una cortina floreada al fondo, sucia también, seguramente el acceso al baño, no estoy seguro, Pero lo que llamó poderosamente mi atención, fue el atril, ese pequeño mueble de madera que dejando a un lado sus características y su desgaste, era el punto álgido, el paso más difícil para cualquiera de nuevo ingreso, subir al atril, contar su experiencia, reconocerse alcohólico mientras las manos tiemblan, la frente suda, el corazón se acelera y la voz se vuelve quebradiza, venciendo a los nervios, al pánico escénico, a sí mismo, pero quizá, y muy por encima de todo, las ganas de un trago.