La tarde nublada me encuentra tirado en el sofá, fumando, escribiendo en el móvil, hace tiempo que dejé de hacerlo a mano; con el paso de los años, mi letra se ha vuelto ilegible, dicen los grafólogos que las situaciones en tu vida van determinando tu escritura, yo estoy parcialmente de acuerdo.
Ya he narrado estos silencios prolongados, estos espacios en los que caben todos los pensamientos, todos los resúmenes y todas las ideas, la ciudad, las moscas, los vecinos, el dolor el hombro, la memoria..
Siempre he pensado que las tardes tienen un momento surreal, una intromisión de la nada, quizás sean esos minutos en los que el día va dejando de ser día, para convertirse en una noche primaria. Entonces se abre una dimensión extraña en la que no hay siquiera qué comer en las calles, qué ver en la televisión o qué leer en los libros. Es como una sordera de los sentidos, un gris transitorio que era blanco y está por convertirse en negro. Porque el gris es transitorio, como nosotros cuando vamos de un lugar a otro o de un estado emocional a otro, somos grises mientras viajamos porque sabemos que a donde vayamos nos esperan nuevas tonalidades o porque fuimos expulsados de nuestro anterior paroxismo multicolor.
Somos grises en un avión o en una carretera, después del amor o previos a él, lienzos o muros, medias tardes, cielos nublados que no llueven ni dejan ver los rayos del sol.
Grises transitorios como el uniforme de un obrero, como el humo de un cigarro o el de un tren en marcha, grises como los hombres grises de Momo, como una pintura de Goya, o como una central camionera.
Grises como las estatuas, que transcurren en el tiempo sin ir a ninguna parte (todavía no sé si un monumento se indigna o agradece cuando amanece con alguna pinta de aerosol en su figura)
Grises transitorios como el tiempo, que sólo se detiene en los cuadros y en las fotos, en el espasmo culminante de un orgasmo, o en un reloj descompuesto.