Me gustaba ver la cara de mi abuela cuando se quitaba los lentes, era su rostro desnudo, sus ojos se volvían íntimos, pensaba que en esa parte donde ya no estaban las gafas sentía frío, ella apretaba sus parpados y los presionaba con las yemas de sus dedos, como dándoles un suave masaje.
No sé porque me gustaba, como tampoco sé explicar por qué me gustaba ver a mi abuelo cuando se afeitaba, era aquel ritual uno de mis favoritos, tenía una pequeña vasija de peltre blanca con la orilla azul marino en la que vaciaba un chorrito de agua caliente que tomaba de la regadera, con su navaja recortaba una delgada lámina de jabón y con una brocha de cerdas largas y blandas revolvía los ingredientes hasta convertirlos en una espuma abundante que se aplicaba en el rostro con la misma brocha, posteriormente abría su rastrillo metálico en el que colocaba una navaja de afeitar y la aseguraba con un tornillo. Preparados el rostro y la instrumentación, procedía a afeitarse, era el sonido de la navaja contra la barba, la parte de la cara que quedaba expuesta y limpia, el enjuague final y la toalla por el rostro que exponía nuevamente al espejo y revisaba un poco buscando no sé qué, quizás nuevas arrugas, quizás el rostro de otros tiempos.
Visiones de mi infancia que me vienen a la memoria ahora que soy adulto, ahora que uso lentes y cuando me los quito por las noches me doy un masaje en los ojos, ahora que me afeito como trámite con una espuma que consigo en el supermercado y no tengo una vasija de peltre y no hago ningún ritual porque todavía no tengo la paciencia del viejo, porque más bien tengo prisa, porque corriendo a diario me voy alejando cada vez más de aquel niño curioso que observaba todo en silencio, sin saber que esas visiones quedarían registradas en su memoria y que vendrían mucho tiempo después como bengalas de salvamento a señalar la ruta del origen, a decirle que a pesar de todo, aún no se ha perdido.