La infancia me sabe a tacos de azúcar, a te de canela con teleras recién horneadas, a guamuchiles, al mazapán de chocolate del DIF que no he vuelto a probar nunca, y que si lo hiciera, quizás me decepcionaría porque mi memoria lo registra como uno de los mejores sabores que he probado, pero las cosas nunca vuelven a ser igual porque nosotros nunca volvemos a ser los mismos.
Me sabe a las empanadas de atún que hacía la mamá de Marco Esteban, a Corn Pops, a las tortas de queso y crema que hacía Don Lupe en su tienda y que tampoco he vuelto a probar porque tuvimos que abandonar aquella colonia con urgencia y no he regresado y no sé si Don Lupe viva todavía.
Me sabe a unas tortas de jamón que mi madre preparaba con el pan para las hamburguesas y que un día, (uno de los que recuerdo que comimos en familia) una de esas tortas fue la propina que mi madre le dio al señor del gas, recuerdo que ese acto me provocó una extraña alegría, era, puedo definirlo ahora, la alegría de compartir.
Me sabe también a merengues, los vendían muy cerca del mercado de San Juan, se me deshacen nuevamente en la boca ahora que los recuerdo, tenía que esperar hasta que visitáramos esos rumbos, pero llegado el momento, experimentaba una especie de felicidad absoluta. Tampoco he vuelto a probarlos, pero sí la felicidad absoluta mucho tiempo después en unos labios que también esperé por algún tiempo. Qué sensación tan parecida, uno va eligiendo con qué sabores quedarse, yo prefiero los dulces, los que me han hecho experimentar las sensaciones más agradables, los amargos también están ahí, logrando un equilibrio razonable, pero no hay como los recuerdos que te dejan un buen sabor de boca.
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