sábado, 4 de enero de 2014

El cajón de lo inclasificable.

He llenado mi cabeza de humo, de ideas recurrentes, de rostros fijos, de frases que se repiten una y otra vez, de imágenes congeladas… Le he hecho daño, le he robado vitalidad, la he convertido en la cabeza de un viejo, la he torturado desde que amanece hasta los últimos minutos del día, me ha dolido fuertemente, se ha cansado de albergar pensamientos estériles, ecos que rebotan entre sus paredes llenas de grietas, de temblores, de fiebres internas que se convierten en delirios, en trenes descarrilados, en catástrofe… Y después viene el silencio como pulsaciones debajo del agua, como la luz débil de una vela, como la espuma de una cerveza oscura o como el majestuoso silencio de las nubes completamente blancas. 
Y de nuevo humo, el humo grisáceo característico del tabaco, lo he sentido en mi cabeza, compacto, acumulado, impregnando su aroma hasta el amanecer, hasta la nausea, en la piel, en todo lo que escribo, en mi sonrisa.
Y la cabeza reclama, se desconcentra, pierde datos, fechas, olvida citas, se marea y algunas veces despierta y no recuerda lo que acaba de suceder hace unas horas.
He llenado de cosas mi cabeza, como el cajón de lo inclasificable, a donde van a parar monedas viejas, llaves que no recuerdan a su puerta, lapiceros secos de la tinta, recuerdos, pelusas, boletos que sobreviven a viajes o a cintas que ya no están en cartelera… Y que, al momento de hacer limpieza, no nos deshacemos de todo lo que ahí se encuentra aunque prácticamente nada sirva.

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