Algo debemos al cosmos, sí, al universo mismo con todos sus soles y todas sus galaxias y todas sus mariposas. Algo debemos a todo ese poder, a toda esa energía que una tarde o una noche nos puso en contacto a ti y a mí; entró en nosotros para unirnos, y eso que sentimos en el pecho y que no podíamos explicar, porque no teníamos que explicarnos nada, no eran más que dolores de parto de nosotros naciendo en nosotros mismos, cada quien dentro del otro, un grano de arena recién sembrado en nuestra sensibilidad molusca.
Y no había forma de oponernos. No lo hicimos. Dejamos que el universo actuara con toda su sabiduría, con todos sus designios, con todos sus trazos sobre nuestra geografía astral, sobre nuestros cuerpos cuánticos, sobre ti y sobre mí en una aceptación total de lo que se nos tenía preparado. Permanecimos en silencio, sorprendidos cuando nos dimos cuenta de la simetría de nuestras almas; de la unión perfecta de las manos; de la temperatura exacta en nuestra piel, verdaderamente sorprendidos, en un estado de paz indescriptible: la paz de nuestro abrazo.
Pero ya no lo tenemos, porque también tuvimos la oportunidad de equivocarnos y lo hicimos. Porque también en el universo hay relámpagos, y la figura de un relámpago es igual a la de una grieta, a la manifestación evidente del rompimiento. Y nosotros nos equivocamos, nos rompimos… por eso debemos algo al cosmos, porque no nos importó toda aquella movilización de estrellas para que tú y yo un día pudiéramos simplemente vernos a los ojos.
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